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Alejandra Tomei

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Alejandra Tomei
Los libros de una bruja
Libro Primero
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2024

[Iniciación]

El libro abierto sobre la mesa provenía de la biblioteca. Alex lo miraba con el ángulo del ojo y la vista difusa. Perdida en pensamientos alternados, que aún, no le permitían leer la frase marcada con lápiz que alguien había señalado antes de que ese libro llegara a sus manos, hasta que se le enfocó la vista en una frase resaltada: “Una sincronía es una extraña coincidencia significativa que debe ser tenida en cuenta” (Carl G. Jung). Se refería a que eventos no relacionados de forma física podrían estarlo de manera metafísica y sugería pensarlos desde una perspectiva más amplia, como algo importante en el orden de las probabilidades. No solo en forma de coincidencias aleatorias con necesidad de confirmación, sino como verdaderas anomalías y experiencias que deberían captar la atención.

Hacía días que elementos de la vida, iguales a los que definía Jung, se interponían en sus pasos. Aparecían como una prueba personal de que la realidad es inestable, a veces maleable e incluso responde a la propia consciencia. Todos los conceptos a mano parecían ir en la dirección de que el mundo se comporta más como un sueño colectivo o una simulación, que como una construcción física. Hasta las palabras de Einstein –fuera de la psicología– daban a entender algo similar: “La realidad es una ilusión, aunque persistente”.

En un momento de la propia vida, en el que al fin podía comprender las nuevas referencias científicas del siglo XX, Alex había comenzado a prestar atención a las sincronías que aparecían en el presente, aunque para darles sentido primero tuvo que buscar en el pasado. En la escuela, el trabajo, la familia y así en adelante en las acciones de educar a hijos, acumular dinero para la vejez, actuar con normalidad, vestirse a la moda, caminar por la acera erguida y con plataforma, ver la televisión, informarse, obedecer la ley, etcétera. En su caso, medio siglo hasta el momento y continuaba contando.

¿Atrapada en un juego mental?

No, Jung no lo había dicho de esa forma. Alex cerró el libro con resignación, pero encendió la música con optimismo; de pronto sonaba Blogging, (Wire) y lo dejó. Ese ritmo la movilizaba con automatismo sano. Desde los ochenta escuchaba esta banda y aún le movía todos los filamentos como el primer día. Y aunque las deducciones se desviaran hacia un lado oscuro, allí comenzaron a desfilar también, las escenas de sus inicios. Desde que tenía quince años rechazaba funcionar como el rebaño y, sin embargo, parecía no haber podido escapar a dicho comportamiento. ¿Cómo funciona?, se dijo, dentro de ese misterio que deseaba esclarecer. Eventualmente, optimizar, como quien repara el funcionamiento de un mecanismo de alta tecnología que trabaja con voluntad propia. Siempre había culpado al sistema, a la escuela, a la madre; pero entonces había llegado la hora de tomar responsabilidad. Buscaba respuestas en la psicología, exactamente en el subconsciente. Tal vez con nuevo impulso lograría escapar o salirse por un momento de este estado extraño en ella: la apatía con la vida. Aquello no podía ser todo. Pero ¿dónde encontrar más?

Si se dejaba llevar por la intuición y la deducción matemática, en lo que iba de su vida, había pasado más tiempo en Alemania que en Argentina. Veintisiete años en Berlín por voluntad propia, pero nunca lo llamó migración. Había abandonado su ciudad natal sin que nadie la echara y a la larga se hacía consciente de la distancia que había tomado hasta el presente. Después de haber experimentado el pasaje de tantos presidentes o cancilleres, argentinos o alemanes, el rechazo a esta inercia social la incitaba a seguir fiel al espíritu de su propia época: “sin dioses ni amos” y, de todos modos, en constante negociación de las libertades individuales. Así lo venía haciendo. Era lo único que entendía, lo único que conocía, lo único en lo que creía. En su modo de ver las cosas o de filosofar cuando se habla de la vida, aquella forma de pensar a prueba de todo y parte activa de una actitud –o ilusión– de integridad, nunca llegaría a ser superada por el orden actual.

Todo había comenzado como una provocación adolescente en reacción al fascismo establecido –sobre todo el dirigido contra las mujeres–. Pequeñas ideas tomaban la forma de ideología. No hubo otro sistema sociopolítico en este medio siglo vivido que la hubiese podido convencer con verdaderos motivos en apoyar el orden en el que había nacido, crecido y subsistido hasta entonces. Nunca logró seducirla lo suficiente como para defenderlo, a causa de que siempre rechazó la injusticia y aún más la destrucción del medio ambiente. Sumando años resultaba mucho tiempo para un ser humano, casi toda una vida sin poder elegir un camino, creyendo que lo hacía. Y puede que el transitado no fuera uno muy trágico, pero era el propio, el que más contaba. Nunca se había tratado de política. Alex hablaba de una filosofía con la que se había entusiasmado y se confirmaba día a día como la más correcta. Le permitía incluso permanecer fuera de estrictos esquemas sociales moralistas y, de igual modo, pertenecer a la comunidad como parte activa. Era una de las más jóvenes cuando comenzó a involucrarse con grupos intelectuales que no se reconocían como políticos. Sus integrantes eran partidarios del pensamiento autónomo y se divertían provocando el desorden de la sociedad de aquel tiempo, sin violencia, con el noble propósito de mejorarla. Y aunque incitar a este desbarajuste fuera tan necesario y acertado, tampoco llegaban a trastocar el orden siquiera un poco. Se volvía a hablar de revolución, aunque intelectual y elegante. A la moda y con estilo propio, el sistema se veía otra vez amenazado, pero entonces por el humor. Los más jóvenes exigían nuevas libertades. Agitación, lo llamaban, y consistía en zamarrear a la ciudadanía para despertarla.

El activismo se inició una tarde calurosa. Alex apenas había cumplidos los quince años. No sabía lo que hacía; en ella latía un malhumor interno en aumento. Hasta la temperatura la incitaba a rebelarse contra el aburrimiento impuesto por una dictadura militar que llevaba ya casi cinco años y había obligado a la población a pasar por lo que, la televisión y la clase en el poder denominaban Proceso de Reorganización Nacional. Transcurría el año 1981... Alex pasaba por otros procesos, biológicos en su caso, en los que se veía obligada a destinar tiempo al reconocimiento de la gran ciudad. No hacían falta los teléfonos. En el momento en que los partes militares interrumpían la mejor película de “Súper Acción” de aliados contra nazis, se asomaba a la calle, deambulaba de una esquina a otra aprendiendo coordenadas y así se cruzaba, quizás por telepatía, con sus mejores amigos, animados de igual modo por la interrupción del entretenimiento de entonces y en rechazo a la realidad impuesta. En analogía a la que se experimentaban bajo los pies sobre el asfalto con los supuestos 42° de sensación térmica –¡a la sombra!– que, al traspasarles las suelas de los zapatos gastados, los ponía en marcha más rápida. ¡Cómo si transportados hacia alguna otra parte de la ciudad, resultara más interesante la incomodidad física, que el roer mucho rato cerca de una madre ama de casa, conforme con el consumo de las revistas de moda populares y el resguardo de las apariencias sociales! Traducido textual era un aburrimiento incontenible que llegaba a convertirse en hastío de la vida familiar con sus propuestas culinarias y buenas costumbres.

Eran tres que recorrían juntos las calles desde la tarde hasta la asfixiante noche de verano porteña. Para matar el tiempo, probaban a diario la poca variedad de cervezas. Cataban el vino barato en los nuevos envases Tetra Pak, recién introducido en el mercado con éxito, y una publicidad que prometía felicidad práctica. A veces compartían solo una ginebra robada de algún armario escondido. Uno de sus dos amigos era su primera pareja y el otro, parte integrante de un grupo de estudiantes de medicina que recién comenzaba a mostrar una ideología; en principio solo con grafitis provocadores y divertidos contra la iglesia católica. Este grupo firmaba bajo el nombre “fife y autogestión”. Además de pintar la ciudad con aerosoles, escribían con faltas de ortografía muy bien elaboradas o letras puesta de cabeza que causaban risas. Eran mensajes subliminales que promovían el amor libre y otras libertades prohibidas por la Iglesia. El grupo de estudiantes tenía cinco integrantes y publicaban un fanzine casero impreso en Xerox de poco tiraje, pero con mucho humor. Eran incluso mejores que los cómics de superhéroes norteamericanos, porque nacionales había pocos y los mejores estaban prohibidos.

Uno de esos días, se encontraron de casualidad frente a un monumento que el aburrimiento parecía agrandar para el joven con lupa de detective. A simple vista les causó risa. Es que todo lo que tenía que ver con homenajes en la calle, caía en lo que estos jóvenes denominaban de origen fascista. Equivalían, y aún lo hacen todavía, a una representación histórica de mal gusto, hasta técnicamente mal realizada. Si se miraba de cerca, ofendía y humillaba al nativo y al artista, incluso al intelectual que fuese capaz de interpretar libre de prejuicios el pensamiento político-abstracto. Cuando se acercaron a leer las letras pequeñas a un costado, se enteraron del tipo de homenaje que proponía. Era un monumento que conmemoraba la fundación de la ciudad por un conquistador, en traje de época. Mil quinientos –o poco más– cuya moda de “nobles” aportaba un detalle más a los libros de historia. Desde el silencio de un mosaico en la pared, denunciaba –solo a ellos tres en esa noche particular– el punto de partida de todas las desdichas modernas de aquel lugar en el hemisferio sur y quizás las del continente americano completo, desde Alaska hasta Tierra del Fuego.

A estos tres jóvenes ciudadanos no les quedaba otra que gastar el tiempo exagerando y reduciendo las tristezas históricas a chistes banales. A modo de venganza, porque aquellas representaciones los reducía a perdedores innatos, sin siquiera haber tenido oportunidad de participar en cualquiera que haya sido la competencia. Estaban de acuerdo que eran parte de los que habían perdido por el simple hecho de ser pobres. Aunque, antes de atacar a la historia con una botella de cerveza, recordaron con risas y gritos, en medio de las calles vacías en la madrugada, que la maldita ciudad que estaban obligados a habitar no había sido fundada solo una vez. Mientras tanto, la botella se hacía añicos contra los azulejos brillantes sin provocar daños. Es que la ciudad de Buenos Aires, luego de haber sido destruida por los nativos, quienes –según los libros de historia– habrían “lamentablemente” logrado ahuyentar a los conquistadores españoles la primera vez, remarcaba a su vez el resultado: el hecho de que los invasores se refugiaran “por suerte” en la costa de enfrente y años más tarde volverían más motivados que antes en su afán de deshacerse de los nativos americanos.
¡Gracias a Dios!, repetían los libros que enseñaban historia en la escuela, conscientes de que en la página siguiente describían, con palabras suaves y medidas, la masacre considerada favorable para la sociedad actual y, tras ello, la segunda fundación de la ciudad conmemorada con azulejos de bajo costo. Hay que ser justos, no todo hijo de colonizador ha heredado el mismo amor a la muerte ni la posición de sus antecesores. Tantos, entre aquellos jóvenes decían que no, aunque en tiempos de dictadura, solo con la cabeza.

Casi quinientos años más tarde, volviendo unas líneas en este relato, a media noche se observaba circular a toda velocidad por la avenida de cinco carriles y las sirenas encendidas en una furiosa cacería de verdaderos malhechores, a un siempre presente auto de policía. Al mismo tiempo, la mirada aguda del joven destacaba que las injusticias en el pasado habían sido narradas con tendencias dudosas en los libros de historia, poniendo énfasis en aquel monumento conmemorativo que la ciudad de Buenos Aires hubiese sido fundada, por último con éxito, una segunda vez por los mismos colonizadores. Aquello debía, al menos, recordar los azulejos. Sin embargo, la pared parecía la de un gran baño público. Esos lugares que huelen horribles y en algunos casos, hasta producen vómito. Los monumentos históricos tienen esas partes oscuras donde el olor del que impone sus desafueros se estanca. Nada mal como representación del origen y los últimos quinientos años de la cultura actual. Y si el pensamiento se detenía en ello, se originaba mucha vergüenza también a los quince años.

Sin saberlo todavía, porque estas cosas las dice el tiempo cuando pasa, Alex y sus amigos eran parte de una nueva generación que no sería aniquilada por la sociedad conservadora sudamericana, acostumbrada a tapar los verdaderos actos criminales con el perdón de “Dios” y justificarlos luego con la “Patria”. Por más descendientes de europeos que ella y sus amigos fueran, dado que ninguno de los tres tenían orígenes autóctonos, aquel monumento representaba de todas maneras una humillación para la humanidad entera, y allí mismo decidieron arrojarle bombas. El deseo era destruirlo, sin duda. Pero avecindaba tiempos modernos y ellos no eran héroes de cómics. Las bombas serían de pintura. Si alguien dijo que Banksy es nuevo por ponerle flores al revolucionario en lugar de una molotov a punto de ser lanzada… ¡olvídenlo! El hecho quedó al día siguiente registrado por el periódico conservador La Nación que, de la noche a la mañana, ya había publicado un artículo bajo el título “Atentado subversivo”.

—¡Qué nomenclatura extrema! —dijo Alex.

Sin dudas exagerada para definir una travesura artística de tres que se desparramaban de la risa en un bar de la calle Corrientes al día siguiente tras una porción de pizza. Al fin podían festejar una victoria, aunque fuese en unas pocas líneas con vocabulario moralista y juicio tendencioso al describir un acto artístico de rebeldía. No obstante, a la perspectiva joven arrastraba resultados divertidos en lo que había sido una noche de abundante tedio. El “acto criminal” no solo estaba ilustrado con letras grandes en negrita, sino que llevaba incluso la documentación fotográfica de la explosión de color y, al fin, transformaba al monumento en una de las primeras verdaderas obra de arte reciclado. No dejaban dudas de que no había nada más que reportar en esos días de censura. Tuvieron dificultades para tranquilizar las risas en el bar, aún más cuando al final surgió la pregunta ¿quiénes son más criminales?: ¿los jóvenes rebeldes de hoy o los conquistadores que hasta el presente y luego de quinientos años, todavía no han pedido perdón, siquiera a los pueblos originarios por la masacre? Ni hablemos de la usurpación.

Era una realidad absurda e imposible de tomar en serio. Se ocultaba la tristeza, se aceptaba con ironía que así de simple tocaba vivir una época de paradigmas y paradojas, pero todo aquello no tenía por qué ser vivido como un drama. Tampoco en Buenos Aires, una de las ciudades más grandes de América, de las más australes, donde la realidad cultural era forzada por una nueva generación globalizada en lo que comenzó a llamarse subcultura.

Esta metrópolis, le daba la espalda a un río que se presentaba al ojo humano como un mar. Al observador joven lo hacía testigo de otro absurdo, que hasta el momento nadie parecía cuestionar. El Río de la Plata, tan especial y característico por sus dimensiones y magnificencias, nadie lo encontraba en ese conglomerado. Parecía una ciudad seca, porque hasta los árboles faltaban allí y la vía fluvial se encontraba entubada bajo tierra. Oculto y contaminado ya, el famoso río había sido declarado tóxico para sus habitantes. Sus costas habían sido decoradas con carteles y pictografías de calaveras. Alcanzar sus orillas calmas era una aventura con difícil acceso y al final la recompensa que aguardaba era un borde de río sin gracia, lleno de desechos, que olía a cloaca. Sin embargo, brindaba una excelente escenografía urbana y servía de analogía a lo que allí estaba sucediendo a escondidas en el cemento. Valía la pena alcanzarlo en compañía durante las largas noches calientes en las que la ciudad dormía… ¡Transformaba la experiencia de una larga caminata nocturna en un paseo mágico! Eran noches de travesías con cerveza, que comenzaban sobre las vías abandonadas de un tren fantasma, cuya circulación hacía tiempo que había sido olvidada. Las huellas de la estación Borges brindaban aún un paisaje con un nombre célebre y una asociación perfecta que invitaba, entonces, a convertirse en la bohemia contemporánea.

La aventura se iniciaba en el bar Aztecas. Después del cierre, continuaba sobre el puente de Olivos y las vías abandonadas que en ese tramo corrían paralelas al río. Aunque los comercios cerraban a las diez de la noche, para estos jóvenes la experiencia nocturna recién comenzaba. Todavía corría la dictadura, no obstante debilitada. La generación de Alex –esto los asombraba a ellos también– no temía las reprimendas policíacas de varones maduros, católicos y fascistas, cuyo dolor de cachiporras frustradas lanzadas al azar en un estallido de violencia, anestesiarían después con vino de Tetra Pak. En aquel momento las mujeres no eran consideradas aún aptas para la defensa de las instituciones. Más que nada las trataban de objetos funcionales entre los tantos dentro de la casa o como alguien que, en materia laboral, podía ejecutar solo burocracia, limpiar una vivienda tradicional o, si había podido estudiar, escribir a máquina en una oficina. La mayoría eran simplemente ignoradas. De alguna forma, también utilizadas al servicio del bienestar fuera o dentro del hogar, y una parte sucumbiría a la violencia doméstica. Pero en aquella época, las mujeres no contaban aún sus mártires. Alex prefería permanecer en el lado positivo, por lo que se refirió entusiasmada al hecho de que, en aquel momento, la mentalidad estaba cambiando y las chicas comenzaban a percibirse igual a los chicos. No obstante, la presencia femenina nocturna era escasa, por lo tanto, el grupo de adolescentes en el puente era más visitado por varones que por mujeres. Alex y su amiga Gabi eran muchas veces las únicas entre más de diez personas. De todos modos, surgía una nueva solidaridad y ellos las protegían como si fueran hermanos mayores.

El puente de Olivos sirvió para el encuentro durante un tiempo. Lo consideraban un sitio sagrado de otra índole. La denominación era poco correcta, ya que había muchos puentes en aquel distrito. No obstante, cuando se hablaba del puente de Olivos, se sabía muy bien cuál era. Del mismo modo lo nombraba este diminuto grupo, de entre quince y dieciocho años, que relegaba la educación de la escuela. Si el puente tenía un nombre oficial, nadie lo conocía. Estaba a pocos metros del Aztecas sobre la amplia avenida Libertador. Alguna vez en el pasado lo había atravesado un tren y mucho tiempo después volvió a circular uno. Pero entonces, el puente esperaba vacío en la noche, con altura, aburrido, desocupado y sin uso, como parte del esqueleto oscuro y oxidado de la ciudad. A la izquierda del bar, un callejón daba fácil acceso a una escalera de acero que, a cualquiera que pasaba por allí, se le antojaba desmantelada y tétrica. Después de cincuenta escalones fríos se chocaban con la nada absoluta. El pasaje continuaba por una oscuridad siniestra que había que seguir a ciegas hasta que se distinguían sombras y olor a tren. Los durmientes parecían muertos más que dormidos y las vías estáticas, resistentes y brillantes, se transformaban en paralelas que invitaban a jugar a hacer equilibrio. Por momentos, se convertían en escenario, donde se prestaba una especie de ciencia ficción. Antes de que los ojos pudiesen ver en la oscuridad, era la vía brillante y plateada a la luz de la luna la que dibujaba el camino. Pocos metros después, se convertía en la emocionante pista de uso exclusivo, donde tampoco llegaban los guardianes del orden, y por eso servía de refugio para los que preferían tomar la calle en la noche a dormir tranquilos y abrigados en sus hogares. Entre las diversiones del momento estaba encontrar la costa oculta detrás de la vegetación salvaje. Tampoco allí buscaban infractores. Este grupo de civiles jóvenes, sigilosos, vestidos de negro, seguía en procesión silenciosa el camino oscuro de los durmientes de quebracho. Entonces el ojo, acostumbrado al bajo claro, podía distinguir hasta los detalles del aceite derramado hacía años por el ferrocarril que aún ensuciaba la hierba. El espectáculo que buscaban era el que ofrecía la luna llena. Lucía diez veces más grande que su tamaño normal. Emergía encendida como una lámpara de color naranja, desde la profundidad del agua del Río de la Plata. Incluso parecía chorrear –alguien había dicho sobrevivir– al elevarse desde aquella agua marrón. Definición literaria y cabal de lo que la imagen arrojaba desde la costa y representaba el único contacto emocionante con la naturaleza que la urbe de cemento permitía. Era un paisaje nocturno sublime que, por alguna razón desconocida, colmaba a Alex de una especial alegría, fantasía y frenesí, como una unión inexplicable con aquel fenómeno, que la invitaba a percibirse parte activa en la fantástica danza entre el sol, la luna y la tierra.

Los encuentros eran casuales. Sucedían los fines de semana. Aquella zona delataba una presencia diferente, significativa y nueva en la región. Una distinción, luego de varios años de dictadura, en la que la gente adulta era solo católica exagerada, heterosexual y ordinaria, sin gusto ni imaginación. Bajo la mirada crítica de algunos jóvenes, faltaba el toque de la expresión propia y necesaria para reconocerse en silencio dentro de la masa, ya que las ideologías libremente expresadas estaban prohibidas. Cuando ya nada salía de las normas, entre estos jóvenes estalló la individualidad y, al parecer, se les fue de las manos. Sin gozar de tiempo o paciencia para esperar a que una dictadura pasara, empezaron a trabajar en mensajes y señales subliminales. La primera acción fue el vestirse diferente, surgido de la necesidad de distinguirse. El monocromo en las vestimentas, hasta el momento utilizado como uniforme sin excepciones o durante los duelos, se impuso decorado con detalles impertinentes, como un nuevo código de reconocimiento atrevido y “¡Hecho por uno mismo!” De pronto el negro había ganado un nuevo significado. Era el duelo que, en este caso, no lamentaba, sino que festejaba la muerte de la sociedad como la conocían. A veces, acompañaba rojo, el color de la sangre. La televisión decía que eran aires provocadores que venían de Europa, pero si se estudiaba la historia –la verdadera, la no escrita– estos aires, aunque con otras características, ya habían estado allí antes. Despertaba reacciones o, mejor dicho, desenmascaraba al reaccionario. Era justo lo que la vestimenta pretendía con un nuevo consenso no pronunciado aún por esta generación recién llegada a la calle. Ellos traían el convencimiento de vivir tanto y tan rápido como fuera posible, antes de los veinticinco. Para este desarrollo cultural, llegar a esa edad era motivo suficiente para renunciar a la vida. La causa era la mentalidad a la que se entraba una vez cruzada esta frontera: el conformismo, la frustración y el funcionamiento sin entusiasmo como fenómeno de la vejez. Por lo tanto, cumplir más de veinte ya era suficiente como para comenzar a retirarse y, a más tardar, con veinticinco, abandonarla.

En la estación de Belgrano, en aquel momento, un amigo de Alex le proponía hacerle una copia de The Jam. Le habían traído un álbum de Londres. Esta banda tenían una cancióncita muy simpática Going Underground. Junto a ese disco, Andrés, se había puesto un traje de los años sesenta que había sido de su papá. Se sentía superelegante, ahora que ya no lo obligaban a llevar el uniforme escolar, dado que había terminado la escuela secundaria. Recién entonces, como varón recibido, se permitiría llevar la corbata negra y delgada con burla y orgullo también, como en el clip de estos tipos de Woking. Era una moda muy especial. No obstante, habían indumentarias más atrevidas que esta. Incluían el cuero en las chaquetas, los alfileres de gancho, las cadenas colgantes, los clavos y una novedad: el roto. Debajo, camisetas desgarradas que se lucían como panfletos políticos, anunciando una ideología recuperada que nadie entendía en aquella ciudad católica y reprimida. Los accesorios insolentes y símbolos, como la letra A encerrada dentro de un círculo, comenzaron a repetirse tanto en las camisetas como en las chaquetas, en las paredes de la ciudad y en las invitaciones a eventos. Parecía el logotipo de una marca más de ropa. Entre las chicas, Alex recordó que una había aparecido un día con una inscripción en la chaqueta de cuero que había hecho reaccionar a todo el vagón del tren en el que venía: “¡Soy una puta!” Entre los chicos, recordaba que uno de sus amigos, Diego, llevaba una camiseta con una inscripción donde podía leerse una sigla que él mismo había escrito. Unos días antes había sido estampada en su documento de identidad y solía representar vergüenza. Sin embargo, los tiempos cambian y entonces era motivo de orgullo, porque los que llevaban este sello no habían sido aptos para el servicio militar obligatorio. La inscripción decía I.T.S., sigla que definía a un varón joven como inútil a todo servicio institucional. Por cierto, las camisetas mostraban también una nueva creatividad en desarrollo. Nunca terminadas, para algunos, el mensaje era más importante que el propio nombre de pila. Invertían tiempo en preparar algo nuevo que la industria textil no consideraba creativo ni elegante, y mucho menos podía ofrecer. En las chicas, debido al rechazo moral y violento de la clase burguesa, contra y promotor de la prostitución de las clases bajas, abundaban las calzas negras, medias caladas y borceguíes. En los varones era mucho más sencillo, sobre los arañados jeans teñidos de negro por ellos mismos, portaban camisetas pintadas a mano con aerosoles que, además de mensajes sociales, revelaban la música que escuchaban. Cuanto más rotas y descaradas, mejor se sentían. El test comenzaba en casa con los padres. Luego compartían anécdotas similares; incluso a Alex, de la noche a la mañana toda la ropa creada las últimas semanas le había desaparecido de la habitación. Es más, había desaparecido de toda la casa materna, sin dejar huellas. Los sospechosos eran siempre los padres y la desaparición de la ropa representaba un diseño acertado y una forma de comunicación nueva puesta en circulación, vital para la aún corta existencia. Datos que escaseaban en una época donde todavía no había teléfonos móviles ni computadoras, mucho menos internet. En resumen, esta generación se mostraba creativa de más, pero se la consideró antes de haber crecido del todo parásita o inútil. Fueron los que necesitaban una internet y ya la estaban creando en sótanos y garajes. La identidad, que el estado pretendía borrar, pasó a ser una nueva prioridad y material para el público. Así que muchos se cambiaban los nombres con exasperado apuro de obtener posición fuera de la normativa del documento de identidad.

En aquel entonces, Alex y Gabi conocieron en el norte de la ciudad a un tal Marcelo. Él llevaba siempre una camiseta que decía The Clash. Su propio nombre había sido modificado por sus amigos, para así identificarlo, porque Marcelos había muchos, pero él era Marcelo Clash. Un par de calles más hacia el centro había un tal Sergio; un nombre más, de todos los días. Él llevaba a menudo una camiseta que decía The Who, porque le gustaba esa banda que, igual, ya tenía unos años. Alex y su amiga –un poco más jóvenes– supieron luego que sus adeptos en Inglaterra habían pertenecido a un movimiento de moda: los mods. Por eso, a él le decían Sergio, el mod. Había otros como, por ejemplo, los que abusaban de pastillas con el propósito de experimentar algún tipo de emoción. La medicina que abundaba en las casas o se robaban de quién sabe dónde, lo hacía posible. Con mucha suerte, las sacarían de farmacias u hospitales también. Alex no recordaba nombres, aunque nunca olvidaría a aquel hijo de enfermera que poseía métodos de acceso a estupefacientes. Con ellos se usaban la misma nombradía de los psicofármacos como apellidos para distinguir a sus consumidores. El único que recordaba era el caso del famoso Tomi Roinol, llamado así porque a menudo se mostraba influenciado por la ingesta desmedida de pastillas Rohypnol mezcladas con alcohol. Y sí, Tomi murió muy joven, antes de alcanzar los veinticinco.

Poco después, Alex y Gaby se hicieron muy amigas de un punk del centro. Los unió una casualidad que apareció en el trayecto de vuelta a casa en la madrugada. Era vecino del mismo barrio: La Paternal. Javier llevaba un peinado abultado en lo alto y cortado al ras de las sienes. Por la forma de su cabeza, le decían el huevo. Era Javier Huevo. También portaba un emblema en la camiseta: Dead Kennedys y a veces la intercalaba por una de Black Flag, pero a él nunca le cambiaron el nombre porque ya tenía uno muy distinguido. Fue la primera persona con la que Alex comenzó a intercambiar música. La copiaban en casetes. Ese fue el primer soporte de audio que permitía la grabación y reproducción electromagnética y analógica de señales sonoras desde álbumes que alguno había traído de Estados Unidos o el Reino Unido. Por fin la industria lograba un avance tecnológico que valía la pena. Había llegado el walkman; y con este, se lograba apagar a la sociedad cuando esta se inmiscuía en la esfera privada, además de ser el primer aparato que permitió al ser humano portar música consigo por todas partes. Alex recordaba muy bien las bandas que a diario ilustraban el paisaje urbano, porque, incluso cuarenta años más tarde, no habían perdido vigencia. Como si fuera música clásica y una paradoja, algunos de sus compositores ya estaban muertos también. Entre las más conocidas por ella estaban Bauhaus, Crass, Crucifix, Joy División y tantos otros. En aquel tiempo abundaban las camisetas de Sex Pistols, aunque los portadores de estas últimas revelaban un tanto de ignorancia en la materia. Esa banda pertenecía a la rama del movimiento, dada por muerta desde el principio. Había otras agrupaciones y cada día eran más. La mayoría extranjeras, luego comenzaron a aparecer las nacionales, aunque muchas de estas ni siquiera dejarían una grabación. Las camisetas se lucían durante los conciertos. Casi todas estaban pintadas a mano o buscaban imitar este estilo que venía de Europa, pero estas, producidas en serie, ya no estaban pintadas ni rotas y su portador pertenecía a una clase alta. Las camisetas revelaban música y esta contenía un mensaje. Derivaba la información del momento que no se escuchaba en los programas de noticias en la televisión. Tal revelación anunciaba entre líneas que los tiempos modernos y las exigencias de una nueva generación corrían más rápido en comparación al antiguo. Pero, en la sociedad, todavía nadie lo notaba.

La actualidad había tomado velocidad. Nada de esto se aprendía en las escuelas, tampoco en las bibliotecas, intervenidas entonces por esta nueva inquisición ideológica que había prohibidos, escondidos o confiscados muchos libros. La única que tenía información a mano era la biblioteca anarquista y su cineclub, Jaen. Nadie sabía decir muy bien cómo este espacio había perdurado durante la dictadura. Una teoría aseguraba que ese individualismo les daba una apariencia de lunáticos a todos los que la visitaban, y la escasez de público resultaba sin riesgo. A esta aseveración le seguía la historia de que lo habían intentado. Un día unos extraños de civil aparecieron como en una razia. Según el relato del bibliotecario, eran varones vestidos con trajes oscuros, que portaban o lucían, porque no las llevaban escondidas, armas automáticas. Tenían el cabello muy corto y anteojos negros. Dar vuelta el material de lectura para dejarlo, después de ser ultrajado, abandonado en el suelo parecía entretenerlos. Esta actividad les divertía sobremanera, así que dejaron la biblioteca dada vuelta por completo. No obstante, el peligro de desaparecer ya no era el mismo que antes. Allí se proyectaba también películas en un cine improvisado que se armaba en diez minutos en la sala de lectura. Los presentes acomodaban sillas para no más de cincuenta personas que venían a ver lo que no alcanzaban los cines comerciales. Las películas eran avaladas por embajadas de países que ya habían reconocido el valor de la subcultura. Nada era obvio, sino que, después de la larga proyección, la trama despertaba diversas emociones. En algunos insinuaba de forma indirecta que en el mundo había contraculturas y era posible romper los esquemas o vencer las dictaduras. Unos lo llamaron vanguardia. Otros resistencia. Alex recordaba aquellos días como la verdadera escuela y la auténtica lección de historia. Renovar a la sociedad sin la utilización de la fuerza y a través del conocimiento comenzaba a correr de boca en boca como un lema que la nueva generación tomó al pie de la letra. De memoria, como inculcaban en el aula la historia distorsionada. No, fake news no es un fenómeno nuevo. En otras ocasiones lo llamaron la historia escrita por los vencedores.

En el tiempo que Alex había alcanzado los escasos dieciséis años, el cineclub cobijaba y ofrecía material de estudios con largos ciclos de cine para la curiosidad del ser intelectual. Entre otros, el cine alemán representado por Fassbinder, Schlöndorff, Herzog, Murnau; el cine francés de Truffaut y Godard, el canadiense con las animaciones de McLaren; el cine italiano de Antonioni, Pasolini, Fellini, Visconti, Bertolucci; el ruso con películas de Tarkovsky; el japonés de Kurosawa, el español de Buñuel, etcétera. Luego de la proyección un debate permitía analizar la propuesta del autor y de este modo consolaban los fracasos de la propia historia local. En voz baja se revelaba que las dictaduras pasaban y lo importante era la resistencia, sobre todo intelectual. Eran tardes que alentaban al espíritu, como lo único real e inmortal que dictadores no podrían hacer desaparecer jamás. Y todo sucedía igual que en la iglesia el día domingo, con la diferencia que en la biblioteca la cita era a las dieciséis horas. Entonces se ponía en marcha algo así como la misa, con una congregación, que aunque reducida era de lo más variada. No solo los punks aparecían para distraerse de la resaca del vino barato de la noche anterior. De ellos asomaban solo los más intelectuales. La audiencia era una mezcla de simpatizantes del pensamiento profundo. Desde el viejo anarquista español, huido de Franco, hasta la señora de barrio aburrida del futbol sangriento que también acontecía los domingos y contaba con muchas víctimas. Así fue que la joven Alex advirtió, durante los ciclos de cine, que la transgresión podía transformarse en su estilo de vida y, a pesar de ser una persona muy joven aún, ella se sentía adulta y madura.

Los años ochenta avanzaban. El post-punk reemplazaba al punk. Como tantos de sus semejantes a su misma edad, ella creía que en el caos estaba el orden, incluso antes de haber escuchado o leído esa frase, que a esta altura, ya no recordaba quién la había dicho ni dónde la había leído. Aunque con oposición y defensas, la libertad venía ocupando de más en más espacio, también en aquella ciudad, y nadie podía detenerla ya. Se abría las puertas a sí misma y esta generación defendía la entrada. Influenciada por el pensamiento obsesivo de un asesinato en masa, señalaba y cuestionaba al mismo tiempo con dedo acusador que la generación anterior había desaparecido y todos se lavaban las manos.

Esta ideología la influenciaba en exceso, convencida hasta los huesos de que sería la propia voluntad que valdría la pena dibujar. El azar de la vida –¿o el destino?– la había puesto en un país que no recordaba haber elegido. Es que, como bruja aún no iniciada, cuestionaba si de verdad, las almas deciden dónde toman la forma humana. Esta idea no era propia, sino uno de los principios o ley que había comenzado a rondarle y desde entonces la había asimilado. Mantenía la cuestión del joven ser humano que indaga en su existencia latente. Si es así, ¿por qué elige la familia que tiene o el país en el que ha nacido, existiendo tantas posibilidades? Con ninguna de las dos elecciones de su alma –padres o país– se sentía satisfecha. En épocas de transición, de una dictadura represora de todos los valores jóvenes a una democracia tímida y mediocre en un país que gozaba de alta corrupción… Alex recordaba… lo sentía aún en la piel, ¿sería masoquismo también?, se preguntó. La primera respuesta que obtuvo fue que dicha elección le serviría para aprender a saltar obstáculos y estorbos.

Atravesaba la barrera hacia la adultez temprana, mientras que la sociedad no hacía mucho, había aniquilado casi a toda una generación a pedido del gobierno. Habían desperdiciado un gran potencial y, cuarenta años después, muchos continuaban defendiendo los motivos con soberbia. Sin ánimos de exagerar, hay gente que sigue justificando aquellas crueldades. Peor es, cuando entre ellos se encuentra la propia madre. Para la joven Alex, no eran cuentos de hadas con final feliz, como los que les contaban a corta edad a las niñas ni aventuras de guerreros justicieros donde ganan los buenos y la moral del momento si se trataba de varoncitos. No, no es tema para niños, decían los adultos, sin advertir que sus niños y niñas, en los años ochenta, ya no eran tan pequeños. Habían crecido más rápido y se encontraban transitando por la ciudad. Algunos no tenían más de catorce años, tampoco. No, ya no podrían protegerlos de la verdad ni negarles la perspectiva de las víctimas, porque ellos mismos eran testigos del olor a muerto impregnado en las calles, aunque no se vieran cadáveres. Entonces, un suave susurro había comenzado a elevar el volumen denunciando un genocidio aberrante.

La realidad y la sociedad habían empezado a contradecirse de una manera más abierta y real cuando aparecieron testigos y sobrevivientes que describían un escenario de matanza de estudiantes y otros intelectuales sin igual en la historia argentina. Los relatos, de los que habían presenciado estas escenas, dejaban grabadas en la memoria imágenes traumáticas que quedaban como cicatrices dentro de las cabezas sensibles. La primera reacción era imaginarse ser el protagonista –víctima– de las torturas que se contaban con detalles desgarradores y habían comenzado a circular de boca en boca con la forma de relatos verídicos de gente traumatizada durante violentos interrogatorios, incluso si no sabían de qué iba. Ellos solo encontraban oídos en precarias instituciones, hasta el momento ilegales, o aún perseguidas por el estado autoritario. En un primer esbozo, eran las instituciones de derechos humanos, en la oficina de algún abogado que no pidió permiso a nadie para establecer un espacio de justicia donde algunos recuperasen el valor. Era un intento de volver a practicar la libertad de expresión, con el relato de la experiencia en escenarios de terror de estado que provocaban escalofríos en el auditor. Hoy hay mucho escrito al respecto, pero en aquel momento el estado negaba y la ciudadanía acusaba a las víctimas de mentirosos. Nadie podía callar esas voces que cada día se hacían más. Todos los sobrevivientes narraban lo mismo. Habían sido atrapados en autos verdes de una marca estadounidense por hombres vestidos con trajes y anteojos negros, que parecían cieguitos, decía una canción simpática y bailable de aquel momento. Tenían un sistema. El método consistía en extraer una parte de la comunidad desde las universidades, sus trabajos, las camas de sus amantes y algunos, desde los mismos vientres maternos. Estos últimos no habían sido asesinados, pero sí fueron despojados de la humanidad de su propia madre y privados de su verdadera identidad. Lo más aberrante era que entre ellos había niños nacidos en cautiverio, como el ciudadano moderno conoce y acepta solo en el trato con los animales. Después, y parte de este método, era entregarlos en adopción a los asesinos de sus padres.

No, no había manera de superar tal escenario de terror. Tampoco terminaba allí. Los estudiantes, luego de ser torturados hasta la agonía bajo un sádico acompañamiento musical sudamericano, si no habían muerto al ritmo de la cumbia, bajo control médico y bendición de un cura, los anestesiaban y empacaban dentro de bolsas de desecho de todas formas. A continuación, desde el transporte aéreo, bajo un cielo celeste y blanco, los arrojaban aún vivos o ya muertos al Río de la Plata. Y aquí volvemos al fantástico río y su imagen romántica, y por qué entonces invitaba al desprecio de aquella costa, claro que solo si se lo imaginaban. No obstante, se recomienda hacer una pausa aquí. Respirar profundo y figurarse por un momento todas esas escenas dando vueltas en la mente de estos adolescentes. De a poco, muuuuy de a poco, lo fueron llamando genocidio. No había manera de justificar esas aberraciones, pero lo hacían igual, con descaro. Así fue como Alex comprendió, a temprana edad, que la realidad no alcanzaría nunca a tener el final de las películas de Disney, sino que el sistema estaba enfermo –terminal, esquizofrénico– y la única opción de mantener la motivación de su joven corazón latiendo, en aquellas latitudes del hemisferio sur, era siguiendo las propias reglas. La libertad no nos la dan, la tomamos, dijo al poner el punto final en el relato de esa época. Luego aclaró que la frase le había salido del corazón, aunque existía una considerable probabilidad de que la hubiese dicho antes algún ideólogo célebre.

Después de la dictadura, la realidad de Buenos Aires se llenó de fiestas, conciertos y espectáculos. El post-punk comenzaba a aburrir en la mitad de los ochenta. Hacía falta algo nuevo y más limpio. Era cierto que las modas venían de Europa o Estados Unidos. La globalización ya estaba en marcha con la música primero que continuaba cubriendo muy bien la necesidad de algo diferente y más bailable en toda la sociedad occidental. Un tiempo después, con el propósito de intercambiar opiniones, obras, modas, filosofías o un modo sencillo de encontrar amores, junto a un grupo de amigos –artistas también–, crearon en Buenos Aires un bar propio y lo llamaron Bolivia, por ser ese el país más pobre de Sudamérica, con dignidad, igual que ellos. No pasó mucho hasta que se convirtió en el antro nocturno del arte más concurrido en aquella ciudad. Anterior a dicho bar, en Buenos Aires, escaseaban las fiestas. En el centro de la ciudad había un resto de vida intelectual que habían dejado los “hippies”. Así llamaba el grupo punk, a la clase que pasaba de moda. Al comienzo de los ochenta perduraba un resto, aunque en decadencia. La denominación “hippies” no era correcta tampoco, pero igual, ya a nadie le interesaba, qué era correcto. A los ojos del que pasaba apurado, resultaba un resto de sobrevivientes sumisos y una herencia intelectual triste de los años setenta, cuyos herederos visitaban el café La Paz, en Montevideo y Corrientes. Alex recordó que una noche, a las tres de la mañana, era el único local abierto. El grupo había entrado mientras esperaban que volviese a circular el transporte público y casi los echaron a empujones, porque a la clientela, sus vestimentas les resultaron demasiado atrevidas.

—Parecen prostitutas, —dijo uno cuando los vio entrar. Se refería a las chicas. De los chicos opinó que así, de sexo indefinido, parecían escapados de un psiquiátrico. El personal de servicio en aquel café vestía un pulcro traje blanco y negro con un moño de sirviente de lujo en el cuello. El desprecio era mutuo. El público allí –los hippies para el punk– se mostraban conservadores y reaccionarios. Murmuraban desprecio al paso, como quizás lo hubiesen aprendido en la escuela o de sus antepasados. Se comportaban igual que animales salvajes en cautiverio. Victimarios, había dicho en algún momento Amanecer, un viejo anarquista. No, en realidad, como miedosos cobardes, corrigió su voz siempre presente en la cabeza del punk.

Amanecer merece un paréntesis. Este viejo de ochenta años se había escapado de Franco y, en aquella época, ofrecía interesantes charlas sociopolíticas sin cita previa, en una ronda de mate. Era el único adulto que, cuando Alex visitaba los debates en la federación de obreros anarquistas, se sentaba tiempo extra y contaba historias políticas verdaderas. Sus vivencias en el “viejo continente” permitía entender mejor las del “nuevo”. Por respeto a Amanecer, hay que aclarar que los que hablan de anarquía hoy, en nombre del dinero dentro de un mercado liberal extremo, no tienen nada que ver con lo que se narra en este relato. Ni lo que proclaman, tiene que ver con anarquismo, aunque se autodenominen libertarios. Vale la aclaración, cerramos el paréntesis para volver al momento en el que el grupo de punks, sufría la pausa nocturna del transporte público y solo pretendía matar el tiempo con una cerveza más antes de volver a casa.

La reacción de la clientela suscitó, entonces, agresión en ellos, y ante las ofensas ya descritas, muchos se sintieron con ganas de otorgarse el lujo. Nadie podía definir con certeza esta fisión cultural que los provocaba hasta el punto de la violencia. Desde la perspectiva de la nueva generación, si ellos se permitían remarcar como todos hacían allí, la moda en el bar era para la chica de dieciséis años, algo sucia, vieja y desaliñada, igual a quien pierde el amor por la vida, y en dirección contraria a la propia. Llevaban el cabello crecido, muy largo y suelto, todos por igual. Los varones, con barbas espesas que los envejecían parecían descuidados; les caía grasa de las melenas. Las chicas llevaban vestidos en tonos marrones, faldas largas hasta el piso y blusas amplias, de confección rústica o artesanal, y sin ninguna crítica al sistema. El único mensaje que sobresalía en los morrales y las carteras de todos por igual era peace, y el primer smileys, el sonriente, en forma de accesorio colgante. Por otro lado, los homosexuales de esa generación aún se escondían. Todos juntos se habían transformado en intelectuales resentidos. Desde entonces, bajo dicha connotación, Alex rechazaba el color marrón. Destacaba incluso que todos los presentes pasaban el límite de los veinticinco años, lo que, para la generación que abandonaba la vida a esa edad, los ubicaba ya en el ocaso de la misma. Pero lo que más alejaba a estas generaciones era que los que visitaban aún aquel bar portaban un espíritu de perdedores en un país que castigaba a quien saciara las ansias del intelecto o hiciera uso de su autonomía. En cambio, esta nueva generación, impedida de volver a casa sin transporte público, se permitía manifestar su rebeldía con libertad y defendía el anhelo de los desertores de la patria con orgullo, ante una patria traidora. En la cultura, los nuevos jóvenes no mantenían ideas, sino que, cuando estas se presentaban muy establecidas, las atacaban. Ya no pedían, sino que exigían cambio, tolerancia y defendía lo salvaje. Proponían el desmadre con sed y afán creativo, a la vez que consideraban mujer o varón –y lo que hay en el medio–, a todos por igual. Defendían la cualidad creativa en el ser humano, aunque esta consistiera, con exclusividad, en emborracharse todas las noches. Y además portarían el título de artistas, incluso si no hubiesen visitado la escuela de bellas artes. Quizás eran, de forma sencilla, los artistas de la noche. Lo importante era elegir, aunque entre todas las opciones, escogiesen la muerte temprana como una posibilidad con derecho a tomarse.

Dos años después, en el bar Bolivia, todo era diferente. Durante horas de charlas nocturnas, con gente moderna y entre artistas, había comenzado un nuevo episodio. En el caso de Alex, crecía lentamente una simpatía intercontinental con un alemán que se encontraba de viaje en Sudamérica. Primero en el bar y luego en la puerta del bar cuando la gente comenzaba a amontonarse dentro y la noche se mantenía tan caliente como el día. Muchos se sentaban a transpirar la cerveza en el cordón de la vereda con un nuevo trago en la mano, entre plantas con flores secas y coches mal estacionados, contemplando un paisaje que arrojaba la idea de vivir en un desierto de alquitrán, cemento y chatarra. En medio de profundas charlas sobre estética y política, se creaban sin intención nuevas amistades con un nuevo motivo de fondo. Este podría variar desde un desfile de moda, exposiciones de arte conceptual, performances, happenings, hasta una fiesta de cumpleaños alocada, un casamiento o una manifestación para mejorar al mundo.

Kai atravesaba sus cortos veinte años. Al haber terminado con méritos la escuela secundaria, había recibido de sus padres en recompensa la asignación por hijo ahorrada durante dieciocho años. Con ese dinero y nueva motivación, se había otorgado un año sabático de viajes y aventuras. Provenía de aquel –ya denominado por la prensa– “primer mundo” y había aparecido allí de forma que Alex no recordaba cuándo o cómo. Fue impulsada por la curiosidad de un acento al que no le podía adherir geografía, mientras consultaba en una ronda de amigos de dónde venía el visitante exótico, con quien nadie podía hablar en concreto. En medio de carcajadas llegaron a entrecruzarse las miradas. A lo que de inmediato acompañó el diálogo:
—Bonn —dijo Kai.
La había entendido sin que ella preguntase. Se acercaron más. Kai intentaba practicar español explicándole que era la nueva capital de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Nadie, tampoco Alex, podía asociar ese nombre con nada sobresaliente que viniese de allí.
—Es otra “Pampa” —dijo Kai. Se largaron a reír—. ¿Conoces Beethoven?
Al principio era solo el alemán. Se mostraba sorprendido de que todo el mundo lo saludase, incluso sin conocer a nadie. Era una forma social que, en Alemania, siquiera podía imaginar sin hostilidad ni desconfianza. Aunque su nombre era de verdad fácil de pronunciar, pocos lo aprendieron. Kai se mostraba fascinado por el nuevo mundo. De frente amplia, ojos verdes y la piel oscurecida por el verano latino, estaba descolgado en la ciudad experimentando la herencia histórica del nazismo, porque muchos –a modo de broma– lo saludaban con un brazo en alto (y un sonido similar a heil Hitler!), igual que en las películas norteamericanas de guerra. Claro que le llevó un tiempo acostumbrarse a las bromas locales, que de igual modo dejaban percibir en el fondo, que no lo eran. Muchos argentinos se fascinaban con la propuesta de una sociedad pura, de piel blanca en el viejo mundo, que con gusto adaptarían a la situación local, donde abundaban los rostros de color chocolate. Lo extraño para Kai era que muchos de los que saludaban así no serían incluidos en aquel mundo y hubiesen terminado en cámaras de gas, si los nazis y sus métodos de limpieza hubiesen ganado la guerra. ¿Por qué, entonces?, solía preguntar. Inexplicable para Alex también. Recordemos que entre los porteños, predomina no solo la tez morena, sino también gente de origen judío, homosexuales, etcétera. A nadie le interesaba responder en el bar.

Todos flirteaban con él, pero él estaba con Laura. Apenas hablaba español y, en Argentina, la gente apenas hablaba otro idioma. Inglés muy poco. Alemán nada. Por lo tanto, la mayor parte de las chicas en el bar lo abandonaban rápido y los chicos gays, también. Los varones heterosexuales no se detenían a conversar siquiera. Después de un tiempo, Laura ya no tuvo más importancia; al menos no le importaba ya a Alex. Tampoco sus ojos verdes. Ella estaba en una relación con otro artista y a ambos les resultaba interesante la conexión de mundos exóticos, así que llevaban conversaciones de tres. Eran paciente con Kai, más que con los ingleses que también andaban por allí, porque ellos no hablaban nada de español ni hacían esfuerzos y Kai se esforzaba. Además, le gustaba en especial su nombre, que no dejaba de repetir. Hasta el alemán parecía fácil con Kai y él, aprendía español muy rápido. Además contaba con la ventaja de que la cultura argentina siempre fue muy receptiva con el europeo. La forma de comunicarse entre ambos pasó a ser por completo nueva y diferente a la conocida. Ya, en aquel momento, Alex disfrutaba escuchar y observar expresiones culturales de continentes lejanos, al mismo tiempo que, las asimilaba. Kai lograba comunicarse y, además, en materia de conversación, era diferente a lo que había en la región. Las primeras semanas, durante noches que, como en el carnaval de Brasil, duraban tres días, se dieron cuenta de que en realidad había muchos puntos ideológicos que los unían. A pesar de las culturas y los continentes, podían reírse de casi todo y de ellos mismos. Más aún ante el hecho de que doce mil kilómetros los había separado, pero en el presente aquella distancia se había reducido a poco menos de un metro. Esta situación se sentía como un pequeño milagro de la modernidad si se tiene en cuenta que ese tipo de encuentros eran poco comunes entonces. Ellos se decían a menudo, ante opiniones fijas o prejuicios, que era relativo. Venían observando asomar una relatividad cultural en crecimiento, que valía la pena destacar y analizar, pero no aclaraba el porqué de tanta simpatía. Hasta que un día, Alex, apremiada por la pronta partida de su nuevo amigo, después de casi seis meses de amistad que necesitaban extender más, se le ocurrió enumerar en su cabeza los tópicos. Compartían una birra más en la vereda. Después de un ataque de risas en la madrugada, mientras Kai cuestionaba dentro de un profundo pensamiento reflexivo, la respuesta fue simple:
—¿Por qué no? No nos cuestionamos esas cosas en este continente —dijo Alex con ironía—. Ya nos hemos liberado del pensamiento profundo.
En realidad, Kai elaboraba planes buscando nuevas posibilidades para volver a verse. Igual, ella ya había comenzado la lista, aunque solo en su mente, y para romper el silencio generado, comenzó con el recuento. La situación se presentaba ideal para enumerar los diferentes aspectos, pero no le puso números porque ya estaba borracha, y seguro se perdería en el orden estricto de las matemáticas. Entonces, continuó sin seguir ningún esquema. Lo primero que volcaba el recuerdo era el deseo de destacar la admiración devota que sentía hacia el dadaísmo. En segundo lugar, puso al cine alemán. Nombró a algunos directores y luego dijo que había otros más. En aquel momento podía haber mencionado incluso a la escena completa, pero cuando este relato se escribía, dicha categoría tendría limitaciones y a partir de los años noventa ya no incluiría a muchos del cine alemán, cuyas instituciones, con el fin de hacer de aquello una industria, copiaba las recetas del norteamericano escondiendo el temor a ser diferente, tras los clichés visuales de Hollywood. Orgulloso del abundante contenido de su cultura, Kai esperaba más nombres, asintiendo con un gesto. Entonces Alex continuó con la admiración hacia los filósofos y pensadores. Había notado que en el “chart” del mundo de la filosofía había bastantes alemanes… Ese término entre comillas dibujadas en el aire también había hecho reír a Kai. Alex no había leído mucho, pero sentía una atracción especial hacia el pensamiento profundo y todo aquel que se atrevía a ponerlo en letras. Mencionó entonces haber leído un libro traducido al español de Thomas Mann; en la punta de la lengua tenía frases de Kant y recordó a Hermann Hesse. Allí Kai intervino. El único filósofo entre esos nombres era Kant. Penúltimo en la lista se encontraba algo que en ese momento representaba una utopía. Se trataba de la –para ella misma– todavía misteriosa e inalcanzable lengua germánica.
—A Nina Hagen no le entiendo ni una palabra —dijo Alex
—También va a gustarte Elements of Crime —dijo Kai
—Nico, por suerte, ha cantado en inglés —dijo Alex.

De ahí en más, le hizo creer que tampoco aquello era imposible si así lo deseaba. Se lo mostraba el hecho de que él estaba aprendiendo rápido y con éxito el español. No pudo evitar decir que, quizás, un día haría el esfuerzo. En resumen, compartían una química similar en lo que refiere al intelecto. La última causa, en el fresco inventario de la joven cabeza de Alex agudizado por varias cervezas, era la misma ciudad de Berlín, dividida aún. De aquello Kai podía contarle tanto como el contenido de una enciclopedia. Y allí volvieron a encontrar el hilo conductor de una acalorada discusión ideológica. Se trataba de una disidencia política, sin poesía: la Guerra Fría, en la actualidad. Alex apenas había leído en los periódicos sobre ello. En los libros de historia –en la época que había ido a la escuela– se mencionaba solo “el milagro alemán”, sin dar detalles de por qué lo habían llamado milagro, cuando se sabía que había sido un plan económico con privilegios y sin tasas de intereses; por lo tanto, no era ninguna maravilla, sino correspondía a una conveniencia lógica. Milagroso era tal vez el hecho de que allí no hubiese tanta corrupción. En todo caso, Alex no lo entendía aún en la época en la que compartía noches de cerveza con el visitante exótico en San Telmo. Tampoco eran muchos los bares para el turista joven con aquellas características.

El tiempo del bar Bolivia fueron un par de años de desmadre y fiestas, antes del largo viaje al que Kai instigaba. Se bailaba cada noche con música de Prince en la época de Cream, hasta caer. Cuando Alex pensó en aquel lapso, dijo que podría agregar un capítulo nuevo, pero allí se detuvo; algo le decía que, en realidad, ese era otro tomo. Recordaba episodios y encuentros con personas muy locas y despiertas, de las cuales muchas, al comienzo de este relato, ya estaban muertas. Según ella, el SIDA, el alcohol, el cáncer y otras catástrofes de la época las habían eliminado de la trama a temprana edad. El bar representaba en la historia de la cultura porteña una separación de realidades. En pocos meses, se había transformado en un lugar especial y único. De hecho, en estilo y oferta de libertades para una ciudad de más de diez millones de personas, como era el área metropolitana de Buenos Aires, era aún el único. Esta revelaba después de la dictadura militar, una cierta pobreza cultural o el empobrecimiento de una cultura. No estaba segura. En todo caso, era el único bar creado por artistas para satisfacer las necesidades de la generación que prometía terminar con la pesadez del totalitarismo circunstancial y el feudalismo cultural de Buenos Aires. Durante la posdictadura el bar se transformó en la cuna de la modernidad junto con un club que se llamaba Cemento y un espacio alternativo para el teatro de la subcultura: el Parakultural. Los tres juntos formaban el triángulo de Bermudas, donde la gente se perdía durante la noche y luego no sabía cómo aparecía de nuevo en sus camas. Pero hoy quedaban pocos recuerdos de las setecientas treinta noches de excesos que Alex había vivido durante esa época. Lo poco que prevalecía lo redujo a una expresión exclamativa: ¡fue genial! La nueva amistad con Kai, no se acabaría desde aquellos días. Algo que ambos tampoco sabían todavía era dónde continuaría. En ese mismo instante, noviembre de 1989, estaba cayendo –de forma inesperada– el muro de Berlín y Kai, a doce mil kilómetros de distancia, solo podía maravillarse desde lejos por medio de la televisión Argentina hasta las extrañas lágrimas –para Alex– que él se permitió…


La causa del éxodo no es importante. No se estaba escapando de nada ni de nadie. Si hubiese que nombrar un motivo, además de su espíritu aventurero, se podría mencionar una inflación monstruosa que la empobrecía cada día y corría tras ella devorando sus pocos medios. De manera muy personal, lo describió como un primer momento pico de su aún corta carrera artística con la visión anticipada de cómo transcurriría el resto… Un panorama paupérrimo. A veces no hay tragedias en las vidas, sino que el drama se origina con la gran imagen que se proyecta per se. Todavía no sabía qué quería, pero sí sabía lo que no deseaba continuar, y en aquel momento creyó que su camino seguía en otra parte del mundo. Buenos Aires había sido apenas donde la aventura había comenzado. Fue entonces que abandonó todo, y no era poco. En 1991 dio el famoso salto de doce mil kilómetros para caer en el viejo mundo. Aquí surge la pregunta obvia: ¿por qué Europa?

La respuesta se reveló años más tarde, como resultado de una serie de coincidencias que habían comenzado en Sudamérica y se fueron sucediendo hasta Berlín. Alex recordaba que algunos alemanes mencionaban, con distinción y orgullo, la especial característica de la ciudad. Si les incorporaba este nombre dentro de su país, ellos le remarcaban con humildad que Berlín no era Alemania. ¡Qué casualidad! Como en el lugar de origen propio, donde, aunque de manera arrogante, no humilde como los berlineses, se decía que Buenos Aires no era Argentina. Fueron varios los episodios que desataron la cuerda, que la tenía colgada de una realidad que ella no reconocía como propia. Concordancias que se habían dado durante un período anterior al viaje. La más decepcionante fue una estafa laboral con alta pérdida financiera. Ante la catástrofe, Alex reaccionó con templanza. Era una prueba de resistencia a sus ideas, en este caso: el viaje. Aquel dinero –que nunca llegó– era parte de un plan maestro, diseñado por ella misma para gozar por un período de tiempo de una creatividad tranquila y del ocio creativo en Europa, como había hecho Kai en Sudamérica. Pero luego de este inconveniente, se vio forzada a desplegar otra habilidad: la improvisación –que sin duda poseía– para no dejar caer sus sueños. La parte del plan que otorgaba reposo se había desvanecido. Sin embargo, ella se obstinó en seguir adelante con la del viaje.

Meses después se presentó una situación que Kai llamó vitamina B. Se trataba de un fortuito parentesco con un empleado del consulado argentino en Londres. Un tío directo de Alex trabajaba allí y además vendía antigüedades. Muy pronto le propuso consultar con algunos conocidos. Al poco tiempo, habló de la posibilidad de participar en una exposición colectiva en el barrio de Chelsea, donde su obra podía ser expuesta y con suerte vendida. En ese momento, Alex se encontraba asentada en Bruselas –porque en aquella parte de su recorrido se le había acabado el dinero– y, con la ayuda de los contactos que traía de Buenos Aires, se había formado un nuevo círculo social junto a otros artistas. Entre ellos habían belgas, holandeses, franceses, españoles, italianos, y por supuesto, argentinos. La noticia de su tío la sorprendió observando las siluetas y consistencias de las típicas nubes bajas y paralizadas sobre el cielo belga que poco la motivaban. Pero no tenía dinero y aceptó con dudas. Hubiese podido rechazarla, dado que en el medio de la estadía iba a tener que tomar una decisión que cambiaría su vida de forma definitiva. A su vez, emprender el retorno dentro de la opciones sin haber hecho la exposición, transformaba la estadía de inmigrante y el currículum del artista joven en eventos aburridos y poco fructíferos. La vida en Europa, sin dinero no era atractiva tampoco. La otra opción era arriesgar, una vez más. Ir a Londres y luego ver. En realidad carecía de plan b y en su categoría de inmigrante sin estatus, sería difícil obtener trabajo. Sin embargo, antes de alcanzar esta desventurada categoría, gozaba aún de la calidad del turista. Fue entonces cuando se planteó pasar a ser una turista de por vida. La visa caducaría de todas formas, si no era allí, ocurriría luego de volver al continente. Así que, sin mirar la fecha, saltó a ciegas el Canal de la Mancha con las pinturas al hombro para caer, esta vez, sobre una isla.
—This is not the continent, lady!
Allí, la gente parecía gozar de esta situación geográfica. Por cierto, lo mencionaban y remarcaban a menudo con la intención de que el viajero no lo olvidase. Una parte del trecho se desplazó en ferry desde Ostende y otra, en tren. Fue entonces cuando escuchó esa manifestación de descontento británica o demostración del complejo de inferioridad de los habitantes de la isla, como lo remarcó ella, por primera vez. This is not the continent, lady!, se escucho de nuevo. El inspector le pedía el comprobante de viaje británico. Al mismo tiempo, destacaba que la red de trenes de la isla era muy diferente al del continente, por lo que allí debía comprar un nuevo pasaje. Una semana más tarde, se encontraba contando nerviosa los últimos peniques y buscando si quizás alguno se hubiese escapado entre el forro roto y el cuero del bolso o habría quedado perdido dentro de algún bolsillo. Estaba sola, participando de una exposición colectiva en el shopping center de Chelsea, pero en el verano de 1991 ya contaba con protección de bruja, que alguno hubiera llamado divina, y días más tarde se definiría con la forma de un comprador. El lienzo vendido llevaba un motivo musical: el Wincofon Stereo, era un gran tocadiscos de los años cincuenta. Fue la primera vez que la magia se manifestó como una vuelta del destino, a favor y aquella imagen parecía haber sido pintada con antelación para esta ocasión y este comprador.

Nigel Grainge, era su nombre. Se había presentado en persona como un productor de la industria discográfica. Entre otros artistas menos conocidos era el productor de Sinéad O’Connor y Bob Geldof. A pesar de que Alex apenas comprendía a los británicos, en aquel momento extrajo –del más que breve diálogo–, palabras sueltas. Así fue que armó varias frases que, a su vez, complementaba imaginando sus gestos y escasos ademanes en su expresión. Como la de llevarse el puño cerrado al pecho para decir que le fascinaba, ante todo, el antiguo objeto de nostalgia. Aunque ya estuviese pasado de moda, equivalía a un homenaje al primer representante del avance tecnológico de su época. Con estos pocos detalles, Alex pudo ver en la interacción del productor con su obra mucha más acción de la que él mismo podía expresar. Se quedaría horas perdido dentro del efecto óptico en el centro del vinilo. La enorme espiral parecía un ánima girando y levantaba en él una sensación de sonido que, en resonancia con su propio espíritu, era fantástica… Sonriendo exclamó: ¡Hasta puedo escucharlo! Habló de op art y manifestó que su obra, ofrecía además de sonido, movimiento sin que estuviera allí y, si imaginaba su canción preferida, este la reproducía.

Alex lamentó no haberle preguntado cuál era. Recordó aquella situación como la primera en la que también se apenaba de verdad, por no haber estado más atenta en las clases de inglés. A continuación definió la apariencia del productor de música con impresiones: cuarenta y pico de años, tez pálida, maltratada por acné y ojos tristes. Fuera del diálogo con él, podía imaginarlo disfrutando la imagen creada por ella todos los días, quizás desde la cama envuelto en sábanas blancas de seda, aunque solo porque la tristeza en su mirada le arrojaba una sensación glamorosa de profunda soledad de Diva. O quizás fuese alguien que observaba las obras de arte desde la bañera, acompañado de una copa de vino. Bien podría haber ocupado algún otro espacio en su oficina; nunca lo supo con certeza, sino que la orientaba el cliché.

Y todo muy honorable, pero Alex tenía entonces otras prioridades a las que podía volcarse, gracias al alivio financiero que las mil quinientas libras a cambio de la obra le ofrecieron, y hacía de aquello un instante con alto valor. Fue conmovedor el respeto que recibió como artista allí, lo cual remontó su motivación a seguir adelante. El precio que ellos mismos habían fijado por el lienzo sudamericano de la artista “mujer” tan joven y desconocida resultó muy significativo para la chica de veintitrés años. Aún más cuando la libra esterlina cotizaba al doble del valor de las monedas corrientes del continente. Por suerte, nadie le había preguntado a ella el precio de la obra que entrelazaba su biografía con el de las islas y la liberaba de aquella pérdida sufrida en Buenos Aires. La historia de la venta de este lienzo impreso en serigrafía con óleo y mucho esfuerzo saldaba la estafa a la que había estado ligada con previa amargura. Sus secuelas quedaron disueltas en el acto mismo con el saldo positivo. Recordemos que una semana antes, se había visto ante la gran “decisión”. No le quedaba dinero, pero contaba con un boleto de viaje de regreso a Argentina que perdería su validez al mismo tiempo que tenía lugar la exhibición. Esta gran decisión se decidía entonces por sí sola y quedaba en el recuerdo actual como una justicia material que, desde aquel instante, siempre le generaba un profundo cariño por el Reino Unido. Y esto no es irónico, sino el efecto de una buena circunstancia. Años después lamentó no haber podido tener más diálogo con el productor. Le resultaba increíble que fuese la música y la misma ciudad de Londres los que, por primera vez, brindasen generoso reconocimiento por su trabajo. Hasta ese momento, no tenía idea de todo lo que la uniría luego aún más.

Aquel día, después de concretar la venta del objeto de arte, recorrió eufórica la zona de Chelsea en dirección al Támesis con la mente entretenida en las vidrieras punks, todavía existentes en 1991. Aún aparecía la voz de Joe Strummer cantando: Should I stay or should I go? e ilustraba recuerdos de una Argentina autoritaria, solitaria, pobre y sin perspectivas, acababa con la duda y borraba el retorno, sin medir las consecuencia. Si había algún futuro en el tiempo del “no future”, este se encontraba más a mano –en lo personal– en esa parte del mundo que en la otra. En todo caso, en este lado relucían fenómenos que, sin ser conscientes, los amigos catalogaron como mágicos.

Luego de Londres, Alex recorrió ciertas escenas artísticas. Una noche, en Brujas, durante un debate con otros artistas acerca de cuál sería la ciudad del arte en la actualidad, los presentes remarcaron una sincronía entre sus experiencias. Alex nunca pudo descifrar la razón. La pregunta era si se había dado cuenta de que había una coincidencia entre las líneas que unían las trayectorias que ligaban en un mapa del mundo a las ciudades de Buenos Aires, Bonn, Barcelona, Bruselas y Brujas en aquella reunión. Por alguna razón misteriosa, las ciudades que invitaban a tener experiencias comenzaban con la letra B. Sin embargo ese no fue tema; por lo tanto, la discusión continuó alrededor de los centros de arte. Los más avanzados en su carrera aseguraban que París ya no estaba en la competencia. Colonia, discreta, iba pasando de a poco. Incluso Nueva York parecía perdida, o solo al alcance de artistas ricos. Guiada únicamente por la intuición, Alex llegó a una conclusión después de que Kai informara desde el (ex) lado oriental, Prenzlauer Berg para ser precisos, que Berlín, luego de la caída del muro, en su nueva situación podría convertirse en la nueva Meca de la cultura. No quedaba dudas que ya lo era de la subcultura. La prueba estaba en que allí se había desarrollado una tradición de pensamiento alternativo, un nuevo espíritu permanente de respeto hacia la libertad y menos sistema. Y, una vez más, se trataba de una ciudad que comenzaba con la letra B. Tras un período sedentario en Bruselas, Alex no dudó ni un segundo en decir sí a la oferta de Kai, quien dejaba su departamento en Ostkreuz, donde el destino parecía llamar de nuevo.

Pisar suelo prusiano fue un amor a primera vista que tampoco supo explicar como amor, sino como un evento de origen físico. Polaridades atractivas entre dos poderosos imanes lanzados en direcciones opuestas que, luego de dar una vuelta en sentido contrario, vuelven a unirse en círculo. ¿Porqué?, se preguntó también. En especial, entre noviembre y marzo, cuando se atravesaba la oscuridad infinita. Noches glaciales de viento filoso que penetraba hasta congelar la sangre en las arterias.

Alex era consciente de que vivir no era cómodo, pero el esfuerzo valía la pena y en consecuencia, la euforia actuaba como droga contra el frío. Además, allí se vivía un momento histórico, en el que la ciudad había sido sacudida con un estallido de subcultura único, al mismo tiempo que procesaba una transformación de sistemas políticos. Lejos de encontrar a la ciudad aburrida o conservadora, allí se vivía un estallido autónomo positivo. Alex creyó hallar la prueba de lo que afirmaba Kai al respecto, después de haber circundado ella misma las escenas de cultura establecidas. Había llegado el primer día de enero. Si hubiera hecho alguna conjetura acerca de su ubicación actual, en la geografía debajo de sus pies, hubiera supuesto que viajaba a una vertiginosa velocidad hacia el Polo Norte. En el invierno de 1992, los termómetros y los pronósticos del tiempo acusaban temperaturas que no invitaban a abandonar la cama. Día a día descendían hasta alcanzar, algunas veces, los crudos veinte grados bajo cero. La nieve cambiaba el típico color gris-negro de las calles prusianas hacia el blanco resplandeciente, puro e inmaculado. Más blanco que el blanco, era mágico durante algunas horas, como en los cuentos de los hermanos Grimm. Los días en los que la recién llegada podía detenerse a observar los copos de nieve caer, eran jornadas místicas en las que llegaba a percibir en cámara lenta que estaba viva. A todo lo bello contrarrestaba un frío polar –del más helado que se puede imaginar– en una vivienda precaria, cuando aún se calefaccionaba con carbón y, por la mañana se encontraba hielo pegado a los vidrios de las ventanas, del lado de adentro. No obstante, el pensamiento global decía que si tanta gente lo sobrevivía, ella también podría. Este pasó a ser su lugar y allí se instaló a pesar de que el blanco resplandeciente de la nieve, en los sucesivos días, se ensuciaba, transformándose en molesto y desagradable. Pero lo interesante era que cuando nevaba, la velocidad de la ciudad se ralentizaba y el sonido sordo persistía dentro de un ambiente encantado.

Kai venía de la provincia. Los alemanes y muchas veces él mismo decía que venía de “la pampa”. Significaba o querían significar un lugar remoto, de baja importancia o interés. Alex se preguntaba si todos conocían aquella provincia argentina que llevaba ese nombre y le pondría la misma descripción. Se había convertido en un amigo leal que estudiaba historia y periodismo en la Universidad Libre en Dahlen. Por las tardes –y por la noches– recorrían la ciudad. Él la descubría igual que Alex. Ambos buscaban sus encantos mundanos, como los había dibujado George (Georg) Grosz. De paso, investigaban la topografía de lo terrible. Lo que los horrores habían dejado incrustados en la mente local con ilustraciones vivas: los búnkers, los agujeros de balas, o las ráfagas de ametralladoras todavía visibles en las paredes de la Linienstraße, donde estaba la casa ocupada que visitaban a menudo por la noche, con propósito de fiesta. La ciudad de Berlín estaba muy ruinosa todavía; incluso tras cincuenta años de paz improvisada por el comunismo de un lado y el capitalismo del otro. Las paredes mostraban en carne viva las secuelas de batallas urbanas, como el sótano de la casa donde ella vivía. Allí aún estaba señalizado, en letras alemanas antiguas, un refugio con una capacidad máxima. Después del relato de Kai, la sugestión traía imágenes de desfiles de la Gestapo por las calles como dentro de una escenografía de las tan presentes películas de aliados contra nazis. Muchos lugares, museos, lápidas conmemorativas e incluso la televisión recordaba a menudo los últimos rastros del horror. Todavía se podía ver en las calles el resultado de los impactos y las explosiones de bombas, la fuga de su población, la aniquilación mecánica o los estragos intelectuales de la Noche de Cristal en la Oranienburger Straße. Y allí nomás, se encontraba el Holocausto. Más reciente, el muro, aunque ya no estuviera, proyectaba los cuarenta años de división física y mental, cultural y política. Una y otra vez, Kai tenía que aclarar dónde se encontraba el este (Ost-Berlin), así le decían a la parte comunista y dónde el oeste (West-Berlin) cuando diferenciaban dentro de la división. Los puntos cardinales en Berlín parecían corresponder a otras leyes y no a las naturales. Por cierto confuso, pero no por ello menos cierto, en el barrio de Kreuzberg, donde vivía Kai, el este de Berlín se encontraba en todas las direcciones. Le llevó varios años entender que estaba en una suerte de isla imaginaria y por qué le llamaban “el este” y no “los comunistas” al otro sector. Igual de difícil resultaba la lengua. Desde luego que Kai narraba en español la historia de la ciudad con datos y cifras exactos de víctimas y victimarios, igual que en un seminario de universidad. A su vez, él acrecentaba su español porque no quería olvidar la lengua, como único recuerdo de un viaje a Sudamérica, que había sido fantástico. En este período, en el que el vínculo de esta amistad alcanzaba una nueva profundidad, Alex observaba la conexión y el entrelazamiento con la cultura y la historia, por momentos romántica, por momentos cruel e injusta con muertos y guerras, cuyas cifras no quisiera recordar ningún ser humano.

Años después, conoció a un señor que investigaba las raíces de los apellidos. Él le afirmó que el nombre de la familia de su abuela: Schlegel, procedía de Prusia. Sin embargo, la familia decía que la abuela venía de Lituania y había algo que no encajaba. Ese señor logró armar el rompecabezas que era la historia de la inmigración de la abuela paterna a América. Seguro se trataba de una colonia en tiempos de ocupación alemana en el este de Europa, cuando Prusia había llegado hasta los países bálticos. Alex creyó haber encontrado con ese dato una respuesta a su atracción hacia aquel lugar, al cual había elegido sin dudas ya para vivir. Alguna vez se dejaría llevar por el pensamiento: quizás hubiese sido la ciudad la que la había elegido a ella. Estaba convencida de que aquella información la llevaba incorporada y, así, podía explicarse el apego al incómodo frío o el largo invierno, no solo del clima, sino también de su cultura. De esa forma intentaba encontrar color dentro del gris severo, notable para alguien que había crecido en Latinoamérica, desde que tenía en cuenta el principio epigenético en su biografía. Se lo había explicado un artículo en el periódico. Se trata del concepto que dice que el entorno influye o moldea la personalidad de una persona, por lo que su pasado es importante. Luego de diferentes experimentos y datos en grupos de embarazadas y niños aseguraban que la información de traumas, por ejemplo, se transmite de forma automática hacia los fetos. Es decir, si la madre pasó hambre, sus hijos sufrirían esa falta, incluso como adultos, aunque no fuera verdadera. En consecuencia muchos de ellos, en la abundancia de alimentos de hoy, sufrirían de obesidad, aunque no pasasen hambre. Por lo que se deduce que la información cambia el ADN y se traspasa, así, a la siguiente generación. Los sentimientos llevan mensajes generados en determinadas circunstancias –positivos o negativos, solo hablamos de información almacenada– que se transmite. Así que la herencia genética no se traduce solamente a enfermedades que fluyen directas de generación en generación, sino que se trata de información que se activa en algún momento por un propio mecanismo desde el subconsciente, donde el individuo podría actuar con intención si fuera consciente. De igual modo, se cree que la meditación, sugestiones o pensamientos pueden transferir información en una buena dirección también, ¡claro!, lejos del trauma para sanar, por ejemplo, como lo hace el placebo (por supuesto, se necesita práctica). Esto lleva a creer que es posible influenciar durante la vida la información contenida en el ADN. No se trata de un proceso químico como podría ser la mezcla de ácido con etílico, sino que la influencia es energética. En relación con su llegada a Berlín, Alex sacaba en conclusión que algún tipo de mensaje energético de un determinado lugar podría ejercer una especie de influencia en el subconsciente. De modo que cien años más tarde, la información de sus predecesores estarían llamando a volver a los orígenes. No tenía pruebas a favor, pero tampoco en contra, porque nadie conocía las razones y circunstancias por las que los parientes habían emigrado a América. Cuestión que la propia familia había limitado a llamar destino. Alex, en cambio, decía que por fin reconocía las coordenadas correctas. No hay que olvidar que una bruja no viene hecha, sino que está aprendiendo como todo ser humano.

La vida en Berlín le ofrecía recompensas. Noches activas, aún más interesantes e internacionales que las de Buenos Aires, avaladas por conceptos ideológicos propios, establecidos de forma voluntaria, inspirados por una determinada idea de libertad y la metafísica, que aplicaba de a poco con intuición. Fluir que a menudo se presentaba como “nada es eterno y todo evoluciona”. Transparentaba una receta simple: se da el famoso salto al vacío, junto a un deseo y la intención a la que se le agrega una emoción y ya está. El resto es ejercicio. Significa que “la individua” se permite más libertad, sin temerle al destierro. Vivir en un lugar no tiene que ser eterno. Del mismo modo, el exilio deja de ser un problema bajo este concepto. Allí nacen nuevas variantes como parte de la transformación. Por ejemplo: el autoexilio es una realidad también. En el caso de Alex, unos años más tarde, este concepto se acercaba más hacia la ciencia: “nada se pierde, todo se transforma”. Enunciado que le ayudaba a aplicar la idea de dejar ir sin culpas y de paso comenzar a aplicar un poco de física cuántica. Lo que no sirve se desecha, sin quedarse aferrado a nada o a nadie debido a que lo material en abundancia pierde su valor; incluso puede convertirse en obstáculo.

Así fue que la predisposición propia y la ayuda de Kai, la ayudaron a instalarse en esa ciudad. Sin casi pensarlo, se enfrentó de la misma manera a las incómodas barreras de las fronteras y estadías en países extranjeros, para las cuales, de forma creativa y flexible, fue encontrando soluciones. Ninguna dificultad le hubiesen quitado el sentimiento a los veintitrés años de que el mundo le pertenecía también y que, además, sería ella misma quien eligiera en qué parte del globo iba a transcurrir su vida. Tampoco olvidaría a toda la gente excepcional que conoció en Berlín a su llegada y que contribuyó a su estadía. En especial a los autónomos a toda orden política quienes fueron, por ejemplo, los que le demostraron alto grado de humanidad, más que las instituciones, y no solo a ella. Compartían la misma ideología, parecía que la verdadera amistad se encontraba en aquellos círculos, donde se podía hasta experimentar mucha más humanidad que dentro de la propia familia. Así fue como entendió el significado de Heimat. Palabra para la cual en el español no encontraba un equivalente literario; sino que debía recurrir a una oración subordinada adjetiva. Estas oraciones siempre explican algo del sustantivo. Dicha palabra despertaba debates y discusiones profundas. A primera vista resultaba fácil, podría decirse que es equivalente a patria. Sin embargo, en aquel momento comenzaban a cuestionarse en exceso el uso o mal uso de muchas expresiones heredadas. “Patria” había adquirido una mala connotación, luego del terror de estado para toda una generación, más aún en su país de origen tras el genocidio todavía impune. En Alemania hacía varias décadas que preferían no utilizarla ya. Representaba algo que era mejor no tener. Este hecho la unía en estrecho sentimiento con la gente de Berlín en la casa ocupada de la Kastanienallee. Como sustituto, los alemanes tenían otra en su propia lengua, porque la que equivalía textual, es decir, Vaterland (dos vocablos unidos: Vater=padre, Land=país, tierra), los autónomos no se la permitían bajo ninguna circunstancia. Arrastraba un significado macabro y sinónimo de vergüenza, además de la carga de patriarcado que la palabra destapaba con descaro. Así es en español también. Sin embargo, los alemanes tenían posibilidad de elegir. Su segunda opción es Heimat, aunque, asimismo, mal empleada hoy por la derecha, su alcance es diferente. Es algo más romántica, antigua y actual al mismo tiempo. Este término habla del amor que el individuo siente por el lugar donde nace y su significación es más cercana a hogar. Alex no conocía este concepto en Buenos Aires y quizás tampoco los demás procedentes de aquella ciudad. Significaba lo familiar en la cultura y eso a ella le daba igual, porque tampoco recordaba haber experimentado la familia en el contexto de verdadero amor, sin negociados. Eran valores difusos que, en el caso de la célula de la sociedad, a menudo se correlacionaban con control y autoridad. El sitio que llegaba a presentar esto para Alex era el mismo planeta Tierra y luego Berlín, donde tres décadas más tarde recuperaba aquella ley universal antes anunciada; aunque desde un punto de vista cabalístico, se transformaba en la idea: “Todo se encuentra en cambio y expansión, como en el universo”. Y lo había transportado literal, a su vida. De esta forma, después de haber estado años estancada en una pareja que más que promoverla la detenía, se volcó a esta convicción. A su vez, le provocaría la tragedia actual pues, para avanzar y expandirse, tuvo que abandonar todo lo construido hasta entonces.

Todo aquello era historia ya. Alex volvía a necesitar experimentar cambio y expansión, recuperar el espíritu de su época y el entusiasmo por vivir. Para completar con éxito la segunda parte de su vida, necesitaba más que nunca hacer magia. Entonces, con su habilidad característica, volvió a sus raíces ideológicas. El pasado ofrecía la prueba de que muchos eventos estaban ligados a lo que se denomina casualidades, y luego se transforman en una cadena de situaciones que pasa a ser la propia historia. En la biografía aparecía un patrón de comportamiento desde el subconsciente, regido por la creencia fervorosa de que la suerte estaba siempre de su lado, junto a un entusiasmo ciego, sin filtros, en forma de estado positivo: creer durante el proceso de vivir, por más amargo que resulte el momento. Esta podría ser una fórmula dentro de lo que, por primera vez consciente y sin prejuicios, aceptó también ella, llamar magia.